Se escuchó el portazo, y el suave movimiento de las
cortinas le acarició la espalda. Su boca estaba pequeña y apretada casi
formando un beso. Caminó hacia la puerta y giró el seguro. No quería que nadie
la interrumpiera. Se sintió miserable. Atónita, no podía dejar de pensar todo
lo que quiso decir y no pudo. Empuñó sus manos, y gritó en silencio, tensionada
hasta escuchar el rugido del temblor de su cuerpo. Su rostro parecía un mapa,
salpicada por las manchas rojas de la rabia. De sus ojos se agolpaban las
lágrimas que peligrosamente se asomaban para precipitar su caída. “Si pudiera…”
murmuró bajito. Estaba lista para lo que fuera, de morir si es que era
necesario. Le regocijaba la idea de pensarlo; si muriera taparía bocas, los
castigaría con la culpa, y los atormentaría como un recuerdo agridulce. Su
propia muerte la consolaba: “Me extrañarán” decía “y quedarán pa’ dentro”. Ese
sería el tiro de gracia, la última palabra de una discusión sin término. “Sería perfecto” susurró amenazante.
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