Llevo días tratando de saber qué decir y cómo decirlo. He pensado algunas cosas, he pensado cómo diré otras, sin embargo sólo me he llenado de ideas y culpas. Absurdos que cargo día tras día en el borrador de mi mente. Como si las palabras no pudieran vestir mis ideas con simpleza, y sólo las logre recargar con adjetivos y malas metáforas. He pensado, inclusive, que no tengo nada que decir, y esa idea es la que me ha motivado a decir algo. Quien crea que la escritura no es creación pura, está realmente equivocado. De la nada, se puede hacer un mundo. Siempre habrá algo qué decir, el problema es decirlo, pero ¿Por qué debo decir algo? Ese es el gran problema que surge cuando alguien comienza a escribir, cuando se las pica a escritor. Desde esa curiosidad innata que empieza al leer el primer libro, desde esa reflexión posterior a algo, nace la necesidad de querer decir lo sabido. Plasmarlo, y quizás, comunicarlo. Algunos lo hacen con música, otros con arte. Yo, con letras. Es tremendo. No recuerdo bien el día en que empecé a escribir, pero a partir de eso, empecé a no escribir también. Desde ese mismo instante, perdí tantas ideas como palabras. Cada momento que ganaba, era una pérdida en palabras. Juan José Millás lo dijo una vez: “No hay nada que canse tanto como no escribir. Si pasas muchas horas no escribiendo, luego tampoco puedes escribir porque estás hecho polvo.”
Comprendí un día, precisamente en mi clase de Introducción a
Recuerdo la primera vez, cuando me di cuenta que estaba describiendo, mientras pensaba camino a casa: relataba todo lo que hacía, tal narradora,esa voz en off que me hablaba desde la parte de arriba de mi vida. Lo peor de escribir, es darse cuenta, que puede dejar de ser un acto voluntario; que la mente, ya una vez puesta en el juego de la escritura, la haga sola, cómo aquella vez que narré paso a paso cómo fue el que tomé el bus camino a mi casa. Ahí se marca una no existencia, un no-limite de mi vida y de lo que hago con ella. El exceso de escritura, revive los hechos o los hace vivirlos de forma distinta. Es aquí cuando entiendo el noveno mandamiento de Horacio Quiroga, en el Decálogo Perfecto de un Cuentista, el cual dice la primera parte: “No escribas bajo el imperio de la emoción. Déjala morir, y evócala luego.”, un consejo sabio, pues el vivir escribiendo, no hace que uno disfrute los momentos simples de la vida. El ocio, el hacer nada, declaran también un estado necesario en una persona, el espacio para sentir la necesidad de escribir. El problema surge después, cuando no se puede hacer nada, ni disfrutar ni escribir. Ahí, Quiroga se las saca con “Si eres capaz entonces de revivirla –la emoción- tal cual fue, has llegado en arte a la mitad del camino”. Tarea que realmente cuesta, cuando en verdad no se está inspirada.
Borges, en su recopilación sobre cinco de sus discursos de arte poética, El Enigma de
Por otro lado, tampoco se está bien limitarse. Maldigo siempre ese dicho que dice “si lo que vas a decir no es más bello que el silencio, mejor no lo digas”, el cual propone una linda idea de que si no haces algo lindo, mejor no lo digas, pero ¿Por qué decir algo bien? ¿Y si quizás es bueno para mí y no para el resto? ¿O al revés? Es muy linda la frase y todo, pero pucha que me restringe a la hora de escribir. Si no vas a decir nada bueno, mejor cállate, eso es claramente lo que me quiere decir. Lo sé. Me frustra y me confunde: ¿Qué y cómo puede ser realmente bueno lo que quiero decir?, obviando la respuesta, me pregunto a su vez, ¿Qué sería de mi vida sin estos cuestionamientos cotidianos? ¿Qué sería de mi vida sin estas preocupaciones? y más allá de eso: ¿Cómo vivirá la gente que no escribe? ¿Vive así? ¿Y nada más?
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