domingo, 2 de enero de 2011

La No-escritura

Llevo días tratando de saber qué decir y cómo decirlo. He pensado algunas cosas, he pensado cómo diré otras, sin embargo sólo me he llenado de ideas y culpas. Absurdos que cargo día tras día en el borrador de mi mente. Como si las palabras no pudieran vestir mis ideas con simpleza, y sólo las logre recargar con adjetivos y malas metáforas. He pensado, inclusive, que no tengo nada que decir, y esa idea es la que me ha motivado a decir algo. Quien crea que la escritura no es creación pura, está realmente equivocado. De la nada, se puede hacer un mundo. Siempre habrá algo qué decir, el problema es decirlo, pero ¿Por qué debo decir algo? Ese es el gran problema que surge cuando alguien comienza a escribir, cuando se las pica a escritor. Desde esa curiosidad innata que empieza al leer el primer libro, desde esa reflexión posterior a algo, nace la necesidad de querer decir lo sabido. Plasmarlo, y quizás, comunicarlo. Algunos lo hacen con música, otros con arte. Yo, con letras. Es tremendo. No recuerdo bien el día en que empecé a escribir, pero a partir de eso, empecé a no escribir también. Desde ese mismo instante, perdí tantas ideas como palabras. Cada momento que ganaba, era una pérdida en palabras. Juan José Millás lo dijo una vez: “No hay nada que canse tanto como no escribir. Si pasas muchas horas no escribiendo, luego tampoco puedes escribir porque estás hecho polvo.

Comprendí un día, precisamente en mi clase de Introducción a la Literatura, que la Ars Poetique, de muchos autores, se determina que todo lo que nos rodea es arte, es literatura, y se empieza, por ambicioso que suene, por escribirlo todo. Rafael Nuñez, en su texto La Poesía y las Formas de Conducta del Hombre, se refiere –a (muy) grandes rasgos- a la posición del hombre, como un ser sobrestimulado, que hace que tenga una serie de impresiones que debe contener y dominar de alguna forma. Nace en él la necesidad de descargarse, transformar por sí mismo los condicionamientos de su existencia en oportunidades de prolongación de su vida. Se considera al hombre como un animal inacabado y autopoético, pues nace en él la necesidad de crearse a sí mismo y querer trascender a través del tiempo. La forma en la que quiere trascender es a través de prolongaciones o proyecciones, que permiten satisfacer necesidades, adaptarse sobre la naturaleza, y en cierta medida, permiten que el hombre se observe a sí mismo. El lenguaje sería, muchas veces, considerado una proyección, pues constituye una forma de prolongación de la experiencia en el espacio y el tiempo, lo que hace que el hombre logre completarse y haga posible su vida. Suena todo bien hasta el momento, pero claramente lo preocupante, o lo que me preocupa a mí al menos, es lo relacionado al lado negativo de la prolongación, es decir, del lenguaje, en especial, de la escritura, pues introduce a la vida factores que atentan contra otras cualidades de la propia condición humana, como es el querer ser lo que no es. Las proyecciones atentan contra la existencia, pues la fragmenta, separa y oculta al hombre con su realidad y desvía la atención del presente hacia el futuro, un porvenir. Eso puede que haga del hombre un ser insensible a la intensidad de cada momento, pues “vive soñando” y desaloja al hombre de su posición en el mundo. Y esto, claro que pasa. Pasa por más que yo no quiera, y eso surgió desde el primer día que se me ocurrió escribir algo. El qué y cómo decirlo, son dos preguntas que me atormentarán la vida entera.

Recuerdo la primera vez, cuando me di cuenta que estaba describiendo, mientras pensaba camino a casa: relataba todo lo que hacía, tal narradora,esa voz en off que me hablaba desde la parte de arriba de mi vida. Lo peor de escribir, es darse cuenta, que puede dejar de ser un acto voluntario; que la mente, ya una vez puesta en el juego de la escritura, la haga sola, cómo aquella vez que narré paso a paso cómo fue el que tomé el bus camino a mi casa. Ahí se marca una no existencia, un no-limite de mi vida y de lo que hago con ella. El exceso de escritura, revive los hechos o los hace vivirlos de forma distinta. Es aquí cuando entiendo el noveno mandamiento de Horacio Quiroga, en el Decálogo Perfecto de un Cuentista, el cual dice la primera parte: “No escribas bajo el imperio de la emoción. Déjala morir, y evócala luego.”, un consejo sabio, pues el vivir escribiendo, no hace que uno disfrute los momentos simples de la vida. El ocio, el hacer nada, declaran también un estado necesario en una persona, el espacio para sentir la necesidad de escribir. El problema surge después, cuando no se puede hacer nada, ni disfrutar ni escribir. Ahí, Quiroga se las saca con “Si eres capaz entonces de revivirla –la emoción- tal cual fue, has llegado en arte a la mitad del camino”. Tarea que realmente cuesta, cuando en verdad no se está inspirada.

Borges, en su recopilación sobre cinco de sus discursos de arte poética, El Enigma de la Poesía, denuncia que muchas veces existen escritores que se imponen la escritura como una obligación y no como un placer (como debería ser). Aquí quizás hablaba de esa gente que escribe sin inspiración, sólo por el hecho de hacerlo, como para una entrega o algo por el estilo. Pero me pregunto, ¿Hará mal imponerse escribir, al menos para crear el hábito? Siempre me lo cuestiono, por el hecho que no escribo, pienso escribiendo, pero nunca lo concreto. Me pesa la culpa de no escribir. De repente no quiero escribir, no me da la gana, pero por dentro, muero por hacer algo con todo eso. El problema de querer abordarlo todo, es que luego ya no vives, y te haces esclavo de lo que dices, como aquel proverbio árabe, aquel que dice algo así como “Eres esclavo de tu palabras y dueño de tus silencios”. Bien sería de suponer, que nunca me siento dueña de nada, más bien una esclava de mis palabras y no palabras y de mis silencios y no silencios. Quizás el proverbio no hable exactamente de este caso, pero suena tan adecuado en los momentos de no-escritura. Suelo decir, como justificación del porqué no escribo, que una de las principales razones del porqué no lo hago, es que el momento, la sensación, no puede disfrutarse por entero si aún no terminada, comienzo a escribirla. El reto, como dice Quiroga, es en evocar todo ello y plasmarla en un papel. No hace bien, escribir en el momento mismo de las sensaciones, donde todo eso, se hace confuso y las palabras nunca son buenas para el momento. Se hace necesario abstraerse de la situación para mirar las cosas desde arriba y sugerir un punto de vista. ¿Cómo hablar del amor, si uno nunca deja de amar?

Por otro lado, tampoco se está bien limitarse. Maldigo siempre ese dicho que dice “si lo que vas a decir no es más bello que el silencio, mejor no lo digas”, el cual propone una linda idea de que si no haces algo lindo, mejor no lo digas, pero ¿Por qué decir algo bien? ¿Y si quizás es bueno para mí y no para el resto? ¿O al revés? Es muy linda la frase y todo, pero pucha que me restringe a la hora de escribir. Si no vas a decir nada bueno, mejor cállate, eso es claramente lo que me quiere decir. Lo sé. Me frustra y me confunde: ¿Qué y cómo puede ser realmente bueno lo que quiero decir?, obviando la respuesta, me pregunto a su vez, ¿Qué sería de mi vida sin estos cuestionamientos cotidianos? ¿Qué sería de mi vida sin estas preocupaciones? y más allá de eso: ¿Cómo vivirá la gente que no escribe? ¿Vive así? ¿Y nada más?

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